sábado, 15 de octubre de 2011

Winkel


Brentano Haus, Winkel.


Por fin, un día, estuve solo en Johannisberg, con algo de tiempo por delante. Eran casi las cinco de la tarde, pero confiaba en poder hacer la deseada incursión a Winkel, a orillas del Rin, y quizás un poco más allá. Encaré los dos kilómetros por la ruta, decidido. Era el camino hecho mil veces, todas las mañanas, con el coche. Y de vuelta a la noche, en plena oscuridad. Pero esta vez, a pie, la cosa se ponía difícil. Mucho pasto y algo de barro, nada muy sólido. No hay propiamente banquina, sino la franja, irregular en ancho y altura, que van dejando las viñas, más o menos a su capricho. (Un par de años después, descubriría que era mucho mejor bajar a través de los viñedos, aunque tardara más.)
Los que pasaban en coches, motos, incluso en tractores, me miraban extrañados, o así me pareció, no soy confiable para estas cosas. Por suerte, no pasó la Polizei, con sus impolutos autos blancos y verdes. ¿Qué hubieran pensado de ese extemporáneo peatón con facha de árabe?
Había una familia haciendo un picnic crepuscular en un recodo de los viñedos. El sol estaba cayendo a gran velocidad, aumentada por mis aprensiones.
Debo haber llegado a Winkel a las seis. Atravesé rápidamente el pequeño pueblo, deteniéndome sólo a ver un poco más de cerca la Brentanohaus (que resultó un restaurante, no un museo, como siempre había creído). Después, crucé la ruta, tan peligrosa, hasta la misma vera del Rin. (Un par de años después, descubriría que había túneles para eso.)
Sí, resultó muy poco tiempo, pero tenía que volver antes de que anocheciera. Lamenté no haber podido seguir caminando. Oestrich estaba ahí no más, pero ¿cómo iba a regresar en medio de la noche, por esa ruta oscurísima? La cuestión es que volví en pleno atardecer. En un recodo, hasta pude ver el castillo de Johannisberg bellamente recortado frente a un sol declinante, que de paso doraba las cimas de las vides.
Seguramente la gente que pasaba en sus autos impecables seguía mirándome con extrañeza, pero ahora yo ya no veía sus caras tan claramente. Y me importaba menos. Llegué más rápido de lo que creía, como suele pasarme; con muy poco aliento. Estaba cansado, pero también eufórico, lo reconozco.
Ah. Recuerdo que, cuando pisé la orilla del Rin, me agaché para tocar el agua y no pude. No sé por qué, pero no pude.

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