miércoles, 26 de octubre de 2011

Geisenheim

Inscripción en una iglesia de Geisenheim


What bells are those, that ring so slow,
so mellow, musical, and low?
They are the bells of Geisenheim,
that with their melancholy chime
ring out the curfew of the sun.


(Henry W. Longfellow, 1851)








Fragmentos de un diario

Viajé de Frankfurt a Geisenheim con cierta eficacia.

Incluso me animé a sacar el boleto en una de las máquinas automáticas que abundan en la Hauptbannhof de la ciudad (no vi otra manera, en realidad). Recuerdo que me costó 15 marcos y algo, vale decir unos 7 dólares (o pesos, por ahora, 8 de diciembre de 2001 a las 20.00). Podría haberme colado, porque el boleto no me lo pidieron en todo el trayecto, que duró más o menos una hora. Así que, ahora que lo pienso, no sé si el boleto era el correcto, qué lástima. ¡Tendría que haber buscado a un guardia y exigido que me lo revisaran!

En Geisenheim, que es un pueblo casi tan chico como Johannisberg, pasé un mal rato, todavía no sé por qué. La cosa fue así: apenas llegué, en vez de tomarme un taxi que estaba esperando en la estación algún improbable pasajero (no bajaron muchos), traté de comunicarme con el padre Pablo para que me pasara a buscar. Tampoco me animé a recorrer a pie los (teóricos) 3 kilómetros que separan Geisenheim de Johannisberg, porque era de noche y el trayecto no es precisamente rectilíneo. Lo había hecho en coche un par de veces, y en la plaza principal del pueblo había una especie de mapa casero, pero, repito, no me animé. Si hubiera sido de día, tal vez... (otra cuenta pendiente, ya es un patrón). Así que estuve deambulando entre la estación y la plaza principal, llamando a cada rato a la casa de Pablo, sin ningún éxito. No sé por qué me intranquilicé tanto, si era temprano y no había ningún peligro, pero evidentemente yo soy así. Taxis ya no había, porque obviamente sólo están cuando se aproxima un tren (los horarios son relativamente confiables, aunque no tanto como lo pregona la fama alemana). En el resto del pueblo, encontrar un taxo (se me mezcló taxi con tacho, prefiero no corregir) pronto se me presentó como empresa imposible. Todo el mundo tiene coche, y la nochecita estaba poblada de pendejos ociosos con tremendos autazos (incluso alguno era un taxi, que me engañó miserablemente). Ya me estaban mirando mal, chicos y grandes, así que supongo que eso me fue intranquilizando más. Tenía miedo de que me encarara alguno mal: un skinhead, tal vez. Después de todo, parezco árabe, o latino, del tercer mundo en todo caso.

Lo mejor de Geisenheim es, como siempre, una inmensa iglesia que, si mal no recuerdo, se llama, redundantemente, “del Rin”. De hecho, el río debía de estar bastante cerca pero, como era noche cerrada, tampoco pude acercarme mucho para verlo. La iluminación de la iglesia era espectacular, resaltaba muy adecuadamente su par de torres góticas, erizadas, como si fuera la de Colonia en miniatura (por comparación, se entiende). ¿Cuántas iglesias habrá como ésta, todo a lo largo de las orillas del Rin? Miles, seguramente. Yo ya perdí la cuenta de las que visité. Lástima que no saqué fotos.

 Repito que me llamó mucho la atención el hecho de que hubiera tantos pibes dando vueltas al pedo, algunos a pie y otros, muchos, en terribles coches. Pueblo típico, ¡pensar que ellos se aburren de estar allí, no tienen nada más que hacer, aparte de dar vueltas sin mucho sentido, esperando que pase algo! Y yo deseando quedarme allí para siempre. Es un decir. Queda claro que una cosa es visitar a los apurones, siempre con ganas de ver más, y otra muy distinta es quedarse a vivir, “con la misma piel”, como diría Fito. ¿Cuánto tardaría en alienarme y desear estar en otro lado? ¿Un mes, seis meses? Buena pregunta (sin respuesta).

Al final, en una de mis vueltas hacia la estación, encontré un taxi, seguramente esperando el siguiente tren que llegara. Me animé (debía de estar muy desesperado) y lo encaré. El tipo era macanudo, en todo caso prefirió pájaro en mano, y además no desconfió para nada (era grandote, según creo recordar). Le indiqué adónde iba, en inglés, me entendió perfectamente; después de todo, estábamos sólo a 3 kilómetros. Me cobró unos 14 marcos, algo menos de 7 dólares, un fangote, pero qué me importaba. Lo peor fue, en realidad, que Pablo me dijo después que con mi boleto de tren el taxista tenía que hacerme un descuento. (Esto es muy típico de Alemania; en Hoescht, también Pablo me hizo sacar un boleto para Frankfurt que incluía el derecho de viajar en los autobuses y tranvías; yo, pelotudo de mí, no me hice tiempo para aprovecharlo.) Bueno, el tipo no tuvo la culpa, porque me vio venir de otro lado, no bajar del tren, así que no sé si quiso currarme o no se le ocurrió.





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