Inscripción en una iglesia de Geisenheim
What bells are those, that ring so slow,
so mellow, musical, and low?
They are the bells of Geisenheim,
that with their melancholy chime
ring out the curfew of the sun.
(Henry W. Longfellow, 1851)
so mellow, musical, and low?
They are the bells of Geisenheim,
that with their melancholy chime
ring out the curfew of the sun.
(Henry W. Longfellow, 1851)
Fragmentos de un diario
Viajé de Frankfurt a Geisenheim con cierta
eficacia.
Incluso me animé a sacar el boleto en una de las
máquinas automáticas que abundan en la Hauptbannhof de la ciudad (no vi otra manera, en
realidad). Recuerdo que me costó 15 marcos y algo, vale decir unos 7 dólares (o
pesos, por ahora, 8 de diciembre de 2001 a las 20.00). Podría haberme colado,
porque el boleto no me lo pidieron en todo el trayecto, que duró más o menos
una hora. Así que, ahora que lo pienso, no sé si el boleto era el correcto, qué
lástima. ¡Tendría que haber buscado a un guardia y exigido que me lo revisaran!
En Geisenheim, que es un pueblo casi tan chico
como Johannisberg, pasé un mal rato, todavía no sé por qué. La cosa fue así:
apenas llegué, en vez de tomarme un taxi que estaba esperando en la estación
algún improbable pasajero (no bajaron muchos), traté de comunicarme con el
padre Pablo para que me pasara a buscar. Tampoco me animé a recorrer a pie los
(teóricos) 3 kilómetros
que separan Geisenheim de Johannisberg, porque era de noche y el trayecto no es
precisamente rectilíneo. Lo había hecho en coche un par de veces, y en la plaza
principal del pueblo había una especie de mapa casero, pero, repito, no me
animé. Si hubiera sido de día, tal vez... (otra cuenta pendiente, ya es un
patrón). Así que estuve deambulando entre la estación y la plaza principal,
llamando a cada rato a la casa de Pablo, sin ningún éxito. No sé por qué me
intranquilicé tanto, si era temprano y no había ningún peligro, pero
evidentemente yo soy así. Taxis ya no había, porque obviamente sólo están
cuando se aproxima un tren (los horarios son relativamente confiables, aunque
no tanto como lo pregona la fama alemana). En el resto del pueblo, encontrar un
taxo (se me mezcló taxi con tacho, prefiero no corregir) pronto se me presentó
como empresa imposible. Todo el mundo tiene coche, y la nochecita estaba
poblada de pendejos ociosos con tremendos autazos (incluso alguno era un taxi,
que me engañó miserablemente). Ya me estaban mirando mal, chicos y grandes, así
que supongo que eso me fue intranquilizando más. Tenía miedo de que me encarara
alguno mal: un skinhead, tal vez. Después de todo, parezco árabe, o latino, del
tercer mundo en todo caso.
Lo mejor de Geisenheim es, como siempre, una
inmensa iglesia que, si mal no recuerdo, se llama, redundantemente, “del Rin”.
De hecho, el río debía de estar bastante cerca pero, como era noche cerrada,
tampoco pude acercarme mucho para verlo. La iluminación de la iglesia era
espectacular, resaltaba muy adecuadamente su par de torres góticas, erizadas,
como si fuera la de Colonia en miniatura (por comparación, se entiende).
¿Cuántas iglesias habrá como ésta, todo a lo largo de las orillas del Rin?
Miles, seguramente. Yo ya perdí la cuenta de las que visité. Lástima que no
saqué fotos.
Repito que
me llamó mucho la atención el hecho de que hubiera tantos pibes dando vueltas
al pedo, algunos a pie y otros, muchos, en terribles coches. Pueblo típico,
¡pensar que ellos se aburren de estar allí, no tienen nada más que hacer, aparte
de dar vueltas sin mucho sentido, esperando que pase algo! Y yo deseando
quedarme allí para siempre. Es un decir. Queda claro que una cosa es visitar a
los apurones, siempre con ganas de ver más, y otra muy distinta es quedarse a
vivir, “con la misma piel”, como diría Fito. ¿Cuánto tardaría en alienarme y
desear estar en otro lado? ¿Un mes, seis meses? Buena pregunta (sin respuesta).
Al final, en una de mis vueltas hacia la estación,
encontré un taxi, seguramente esperando el siguiente tren que llegara. Me animé
(debía de estar muy desesperado) y lo encaré. El tipo era macanudo, en todo
caso prefirió pájaro en mano, y además no desconfió para nada (era grandote,
según creo recordar). Le indiqué adónde iba, en inglés, me entendió
perfectamente; después de todo, estábamos sólo a 3 kilómetros. Me cobró
unos 14 marcos, algo menos de 7 dólares, un fangote, pero qué me importaba. Lo
peor fue, en realidad, que Pablo me dijo después que con mi boleto de tren el
taxista tenía que hacerme un descuento. (Esto es muy típico de Alemania; en
Hoescht, también Pablo me hizo sacar un boleto para Frankfurt que incluía el
derecho de viajar en los autobuses y tranvías; yo, pelotudo de mí, no me hice
tiempo para aprovecharlo.) Bueno, el tipo no tuvo la culpa, porque me vio venir
de otro lado, no bajar del tren, así que no sé si quiso currarme o no se le
ocurrió.
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