En el sueño,
entro a la casa donde Hölderlin vivió sus últimos años, más de treinta, sumido
en la locura, y finalmente murió. Conozco el exterior sólo por fotos, pero
reconozco el interior como si alguna vez hubiera estado allí.
Desde una
ventana de la torre puedo ver el río Neckar, pero la imagen se parece más al
tramo que baña Heidelberg, donde sí estuve una vez, en la “realidad”. Me muevo
lentamente por el austero cuarto superior de la casa del carpintero Zimmer.
Estoy solo. Sin embargo, siento en todo momento la presencia, doblemente
fantasmal (sueño dentro de un sueño) del poeta loco. Tengo miedo, y al mismo
tiempo la certeza, levemente ominosa, de una revelación.
Algo me
lleva hacia una grieta en la pared. ¿Por qué nadie la notó antes?, me pregunto.
Rasco con las uñas y en seguida doy con un papel arrugado, amarillento. Por
supuesto, se trata de un poema. Yo apenas leo alemán, pero en el sueño entiendo
perfectamente lo que dice. Ahora, en cambio, cuando me creo despierto, sólo
recuerdo (o invento) algo sobre el fin de la primavera y el regreso de los
dioses. O quizás, ojalá, sea al revés.
(Publicado en el blog Químicamente impuro y en el libro Con trenes y otros 50 relatos y microrrelatos de viajes.)
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