Caminaba por
la Drosselgasse, en Rüdesheim, “la calle más estrecha del mundo”. ¿Qué
importancia podría tener esto? Bueno, justamente, es un lugar “típico”, “para
turistas”, que los propios alemanes “desprecian”. Pero a mí me gusta
especialmente. Parece resumir un montón de cosas que amo de Alemania: la pátina
—mucha veces falsa— de tiempo, la vieja madera, el toque seudomedieval, “de
cuento de hadas”, ciertos aromas. Todo kitsch,
por supuesto, y qué; ésa es la idea.
Son, si son,
doscientos metros de cantinas, una enfrente de la otra, de la que salen olores
grasosos y música inaceptable. Pero en un punto, como siempre, indefinible, la
alegría, y quizás la belleza, son auténticas. No me pregunten por qué creo eso.
La cuestión
es que estaba caminando por allí, en medio de una amable multitud, cuando vi
avanzar, en sentido contrario, a alguien muy parecido a mí. Hubiera querido
decir de entrada que era yo mismo, pero sería otra cosa injustificable. De
hecho, al principio sólo pensé en cuán parecido era; más joven, claro, pero solamente
unos años. Sólo después, cuando estábamos bastante lejos, en direcciones
contrarias, repito, me di cuenta de que el tipo tenía puesta ropa que era
indudablemente mía, que había sido mía.
Por supuesto,
por más que me volví e intenté alcanzarlo, o al menos verlo de espalda, no lo
pude hacer. Fue sólo un “flash”, nada confiable, pero la imagen me siguió unos
días, que ya, ahora que lo escribo, son años. Un tipo igual a mí, con menos
canas, con ropa que ya no tengo, caminando por el centro del mundo, la trivial
Drosselgasse, de Rüdesheim, Alemania.
Lo recuerdo
en momentos malos; en cualquier momento, si vamos al caso. No hay mucho más que
decir. Sé que el tipo tenía todo el aspecto de estar en paz consigo mismo, de
haber encontrado su lugar en el mundo. Pero eso no es posible, es sólo algo que
yo imagino, lo verdaderamente fantástico de todo este asunto.
(fotos mías)
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