En un rincón de la catedral de Friburgo, hay una gran foto
con el respectivo epígrafe o leyenda que
explica lo que, por supuesto, se ve.
Apenas después de la guerra, la catedral esa
en la que uno está y en la que está la gran foto, como en cajas chinas o
muñecas rusas, se yergue, prácticamente incólume, en medio de completas ruinas:
el resto de la ciudad.
Se descarta el oxímoron del “bombardeo
inteligente”, otra invención de reciente data. Se alega un milagro, la prueba
de la existencia de Dios, cuya Casa resultó intangible para las toneladas de
bombas que debieron caer ese día, esos días.
Prueba aislada, ya que en otras
ciudades de Alemania las bombas cumplieron prolijamente su labor sin
interferencias divinas ni de otro tipo (ver Sobre
la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald).
El visitante se siente ligeramente mareado. Casi
espera salir de la catedral y encontrarse en medio de ese paisaje desolado,
devastado, de la gran foto, en el que la certeza, aparentemente lograda, de que
Dios existe, es más aterradora que reconfortante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario