martes, 11 de octubre de 2011

Mainz

En la ciudad de Maguntia —Mainz, Maguncia, Mayence, según el folleto que uno elija en la entrada—, en la confluencia de los ríos Rin y Meno, donde nació Gutenberg, hay un museo en el que se exhiben los primeros libros impresos con su diabólico sistema (que, en realidad, desarrolló en Estrasburgo y fue todo un fracaso en su momento).




Esos libros están resguardados en una bóveda a la cual no puede entrar mucha gente por vez. Apenas hay luz, y uno debe inclinarse frente a vitrinas herméticas, para observar de cerca esas maravillas a las que cualquier cosa parece poder dañar: la luz, el aire, el polvo, la mirada. Esto, y el ambiente en general, producen un ambiente de unción, obviamente religioso. Es una luz de catedral.
Difícil no detenerse más de lo cortés, aunque se haya tenido que esperar lo que parecieron (también) siglos, ante la descortesía del predecesor en la larga fila. 

Los enormes libros parecen dibujados más que impresos. Obras de arte en sí mismos, de una belleza extraña, mezcla de antigüedad y modernidad. Precisamente,  situados en esa frontera inasible entre una y otra.
Uno sale de esa bóveda, hacia la funcional sala del museo, con la mente en blanco, como retenida por la magia laica de esos libros, malditos. 

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