En la ciudad de Maguntia —Mainz, Maguncia, Mayence,
según el folleto que uno elija en la entrada—, en la confluencia de los ríos
Rin y Meno, donde nació Gutenberg, hay un museo en el que se exhiben los
primeros libros impresos con su diabólico sistema (que, en realidad, desarrolló
en Estrasburgo y fue todo un fracaso en su momento).
Esos libros están resguardados en una bóveda a la cual
no puede entrar mucha gente por vez. Apenas hay luz, y uno debe inclinarse
frente a vitrinas herméticas, para observar de cerca esas maravillas a las que
cualquier cosa parece poder dañar: la luz, el aire, el polvo, la mirada. Esto,
y el ambiente en general, producen un ambiente de unción, obviamente religioso.
Es una luz de catedral.
Difícil no detenerse más de lo cortés, aunque se haya
tenido que esperar lo que parecieron (también) siglos, ante la descortesía del
predecesor en la larga fila.
Los enormes libros parecen dibujados más que impresos.
Obras de arte en sí mismos, de una belleza extraña, mezcla de antigüedad y
modernidad. Precisamente, situados en
esa frontera inasible entre una y otra.
Uno sale de esa bóveda, hacia la funcional sala del
museo, con la mente en blanco, como retenida por la magia laica de esos libros,
malditos.
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