(fragmentos de un diario)
“Sentí una gran emoción; como si el ver la tierra que
se aproximaba hubiera puesto en marcha algún mecanismo interno. Sin haber
llegado nunca a formular la idea, yo siempre había basado parte de mi conciencia
de estar en el mundo en la convicción no razonada de que determinadas zonas de
la superficie terrestre contenían más magia que otras. Si me hubieran
preguntado qué entendía por magia, seguramente habría definido el término
diciendo que era una conexión secreta entre el mundo de la naturaleza y la
conciencia humana, un pasaje oculto pero directo que elude la mente. (La
palabra clave aquí es ‘directo’, porque en este caso equivalía a ‘visceral’.)
Como cualquier romántico, había estado siempre vagamente convencido de que
algún día llegaría a un lugar mágico que me revelaría sus secretos y me daría
sabiduría y éxtasis..., quizá incluso la muerte. Y en aquel momento, mientras
estaba allí con el viento de cara, contemplando las montañas, sentí agitarse el
motor interno, como si estuviera acercándome a la solución de un problema aún
no planteado. Una dicha asombrosa me embargó mientras contemplaba el muro de
montañas que se iba materializando lentamente; pero me dejé arrastrar por aquel
gozo sin hacer preguntas”
(Paul Bowles, Memorias
de un nómada).
—O
Reno —dijo mi anfitrión.
Tardé
algunos segundos (no sé cuántos, ahora me parecen muchos) en comprender a qué
se refería. Hablaba en portugués.
Sí,
había dicho “O Reno”, señalando a su izquierda, sin dejar de manejar, por
supuesto, y siempre mirando al frente, a la despejada, impecable ruta alemana.
Creo, incluso, que lo repitió un par de veces. Entonces me di cuenta, algo en
mi subconsciente tradujo con significativa morosidad: el Rin. Esa estrecha
franja de agua amarronada (surcada en ese preciso momento por un extenso
lanchón carbonero) era el río Rin. Fue la mejor manera de saberlo. Nadie me
había avisado que íbamos a pasar por ahí; mucho menos, a vivir tan cerca.
Era
el río Rin.
Creo
que ahí, entonces, empezó todo. Una oleada de pasado... No, no enseguida. Pero
ahí empezó. Han pasado años desde entonces. Nada grave: volví a ir dos, tres
veces más; pero ha pasado mucho tiempo y sigo preguntándome qué sentí
exactamente en ese momento, y a partir de entonces; qué sentí que produjo en mí
esta pasión desvaída, esta obsesión por... tantas cosas. Veamos algunas.
De
Frankfurt (después de todo, se supone que voy allí para la Feria del Libro) a
Johannisberg, el pueblito donde paramos, hay unos sesenta kilómetros; la mayoría,
por una ruta cuyo número tiene reminiscencias inoportunas: la 66. Muchos
pueblitos se agolpan a uno y otro lado: a veces, por encima del nivel de la
vista, sobre las colinas; otras por debajo, en profundas hondonadas. Dan ganas
de recorrerlos uno por uno, sabiendo que serán iguales y diferentes a la vez.
El sol se oculta casi al frente. A medida que nos acercamos al Rheingau, se van
iluminando los interminables viñedos, que cubren las laderas cortadas en las
colinas como un patchwork de mil tonos verdes.
Cuando
los pueblos están más cerca de la ruta (a la derecha, porque a la izquierda
continúa el Padre Rin), se advierten sus fachadas medievales, sus “entramados
de madera”, sus tejas superpuestas. Callejuelas irregulares y angostas. Alguna
iglesia, alguna mansión que suele llamarse castillo, alguna pensión u hotel que
aprovecha el prestigio turístico de la zona. No pretendo ser el único fanático,
el único rendido a la fascinación (kitsch, ¿por qué no?) de un
romanticismo de tarjeta postal. Bienvenido sea. Bienvenidos sean todos los que
quieran compartir esta extraña euforia, esta inexplicable nostalgia, que estoy
tratando de describir, ya que no puedo explicar.
Ese
primer día, por la tarde, nuestro anfitrión nos cargó en su auto y, sin dar
mayores explicaciones, nos llevó a recorrer la orilla del Rin, hacia Rüdesheim.
Primero pasamos por el Niedenwald Denkmal, el monumento a la guerra
franco-prusiana. No es muy agradable la conmemoración, probablemente, pero lo
valioso es que está situado en una colina boscosa, muy verde, desde la cual se
domina el río y parte del valle. Uno podría quedarse horas allí, absorbiendo
detalles, tratando de traspasar la niebla a pura “voluntad visual”, por así
llamarla. Hay tiendas de souvenirs, por supuesto, y una vieja máquina que
convierte monedas en medallas. (Algo así como convertir una guerra en un
monumento; como recordar la sangre inútilmente derramada mediante una vista
inigualable.)
Después
seguimos por las orillas del Rin. Nuestro anfitrión iba señalando, como a desgano,
sin darse cuenta de la importancia de lo que decía: “Un castelo.... otro
castelo...” Yo sacaba fotos espasmódicamente, en cantidades japonesas. Algunos
castillos están en ruinas, otros están restaurados. Uno, en medio del río, se
usa como salón de fiestas; otro ha sido comprado, precisamente, por ricos
asiáticos. Vieja costumbre: los que tienen bandera izada, es porque el dueño
está en ellos. El día estaba nublado, y caía de vez en cuando una llovizna
molesta, casi una mera condensación de la humedad ambiente, propia de esa zona
de viñedos, un microclima. De pronto, se me trabó la máquina de fotos, una
vieja Yashica que mi padre me había prestado a regañadientes. No es éste el
único detalle psicoanalíticamente obvio de todo el asunto... La cuestión es
que, por supuesto, tuve que dejar de sacar fotos; peor aún: cuando volví a la
casa de nuestro anfitrión, intenté sacar el rollo, con el esperable resultado
de que lo velé. Así que no pude rescatar ninguna foto de esos castillos: otra
prueba, por si hiciera falta, del poder de la culpa.
Johannisberg
no es muy medieval que digamos, pero igual me parece de cuento de hadas. Unas
pocas manzanas de casas “viejas” (en realidad, es el estilo alemán de
construcción; la mayoría ni siquiera tiene el famoso entramado de madera, pero
son amplias, sólidas, austeras, un poco monótonas; los techos de pizarra
—parecen escamas de pescados— sí son característicos), rodeadas por colinas,
viñedos y algún que otro castillito.
Las
calles son empinadas; a veces, una caída muy abrupta deja ver un horizonte de
viñedos, entre dos casas. Una subida, también bastante pronunciada pero en
sentido inverso, lleva a una vista increíble de los alrededores; sobre todo, de
un convento que parece un castillo y que, según la densidad del aire, a veces
parece estar muy cerca y otras muy lejos: una columna de humo que sale de la
chimenea rompe la ilusión de inmovilidad y, casi diría, de intemporalidad.
Murallas de piedras (que sí parecen muy viejas) contienen a las hileras de
vides; creo que tienen alguna función respecto de la humedad o la solidez del
suelo. Las uvas son pequeñas y amargas, parece mentira que produzcan el riesling
más famoso del mundo. Debo confesar con cierta vergüenza que prefiero el
también famoso lieberfraumilch, dulcísimo y suave, que los expertos
desprecian calificándolo como una especie de “limonada”.
El
llamado castillo de Johannisberg (Johannisberg Schloss) es en realidad
una señorial mansión, no demasiado antigua, flanqueada por una capilla
preciosa, ella sí antigua, de estilo románico y gran austeridad, como para
compensar (estrategia típicamente burguesa de negociación con Dios). Este lugar
pertenece, o pertenecía, a la familia Metternich, la del célebre canciller
prusiano, factótum de la
Santa Alianza antinapoleónica. Según me cuenta nuestro
anfitrión, el Schloss ya fue vendido a un multimillonario, pero la
última baronesa Metternich aún habita un ala del castillo, privilegio que
cesará con su muerte, quizás próxima. Mientras tanto, la anciana señora conduce
un lujoso BMW por las hermosas colinas plenas de viñedos, y escribe versos que
publica en lujosas ediciones “de autor”.
Como
ya dije, el riesling de la zona es famoso; el de Johannisberg,
particularmente. Sólo en el pueblito debe de haber unas veinte bodegas; nada espectaculares,
la mayoría de ellas: son empresas de familia, con cantidades variables de
terreno y pequeños galpones. Generalmente, nos toca el tiempo de la vendimia,
mediados de octubre. Tractores y camiones de carga atraviesas las callejuelas
del pueblo y se meten en esos galpones oscuros, a verter sus aromáticos
líquidos. No tan aromático (o sí, pero en sentido apestoso) es el residuo que
se deja en las banquinas, en pequeñas montañas que se destinan para futuro
abono. En el patio del castillo, vimos cómo un tractor dejaba su carga en su
depósito (éste sí era grande). Un experto se detuvo a sacar —seguramente para
evaluar su calidad— un poco de líquido de la manga que salía del tractor y se
internaba en las profundidades de la bodega. Sorprendentemente para un lego, el
“vino” en esa etapa de su procesamiento es un líquido espeso, de fuerte aroma a
uva y alcohol, muy sucio. Una elegante tienda, situada cerca de la bodega y
siempre dando al patio, muestra los increíbles resultados de una transformación
que parece mágica, y así de alguna manera ha sido juzgada a través de los
siglos. Se dice que fueron los romanos quienes plantaron las primeras vides en
esta zona privilegiada por su humedad y su sol esquivo pero hermoso (quizás
precisamente por esquivo).
Alguna
gente vendimia a mano, sobre todo, claro, en los pequeños campos; otra,
mediante unas máquinas muy graciosas y eficaces, especies de tractores con dos
altas “patas”, entre las cuales quedan aprisionados los racimos. Atrás tienen
acoplado un recipiente en que se va depositando el material; éste es el
recipiente que, acoplado a su turno a los tractores, o pequeños camioncitos,
desemboca en las oscuras bodegas.
Mi
rutina: me despierto cuando aún es de noche, alrededor de las seis. Me ducho,
me visto para ir a la Feria,
tomo apresuradamente unos sorbos de café y salgo para ver el amanecer en
Johannisberg. Amanece prácticamente del lado del Rin. El sol va apartando con
bastante rapidez la niebla habitual que pende sobre las colinas y los viñedos.
Desde un lugar apenas elevado, es posible ver el río. Lo gris de la hora se va
tiñendo con los colores debidos: un verde cada vez más verde en la vegetación,
un celeste cada vez más celeste en el cielo, si hay suerte. La hondonada donde
corre el Rin mantiene durante un poco más de tiempo el gris de la niebla, que
se irá despejando luego, a medida que lo atravesemos con el coche. Los primeros
rayos de ese sol horizontal ya reverberan, hasta lastimar los ojos, en las
ventanas de los dos castillos que bordean el pueblo.
No
hay mucho movimiento en esas tempranas horas; se nota que la panadería está
abierta (nuestro anfitrión sale muy tempranito a buscar el pan fresco: unas
hogazas redondas y altas, crujientes, ideales para untar con manteca...).
Algunos autos abandonan el pueblo por el camino que va hacia la orilla del río,
el que tiene el gigantesco tonel a su vera. Gente de a pie, muy poca. ¿No se
vendimia temprano? Parece que no es necesario.
Vagabundeo
media hora, no más, a un ritmo acelerado, como si quisiera absorber todo el
espectáculo que pueda. No sé si mañana se repetirá, porque puede amanecer
nublado y seguir así. Y llover. O suceder cualquier otra cosa que me lo impida
(y me obligue a esperar otro año para repetir estos rituales obsesivos). Pero
lo hice varias veces, y todas parecen una sola, aunque siempre hay nuevos
detalles que se van “sumando”.
El
sol se eleva finalmente sobre algunas casas particularmente bellas (quizás su
luz las hace ver así). Saco algunas fotos, si veo la ocasión. Pero esto ocurre,
es decir, puedo presenciarlo, los días en que no vamos a la Feria y puedo caminar hasta
más tarde. Luego, vuelvo a terminar el desayuno con mis acompañantes, que se
han demorado un rato más en la cama, y preparar los últimos detalles de la
partida.
Me
despido del pueblo rumbo a Frankfurt, la Gran Ciudad, sabiendo que a la vuelta ya será de
noche y nada se verá igual.
Bowles (el autor de The Sheltering Sky), en la
cita con que encabecé este deshilvanado texto, se refiere a la impresión
que lo asaltó cuando, en la década del treinta, llegó por primera vez a la
costa africana. Pero lo que dice parece bastante aplicable a mi caso, más allá
de mi manía (si digo “benjaminiana”, ¿se me perdona?) de identificarme con
todas las frases buenas de los buenos autores.
Cuando llegué por vez primera a Alemania, y sobre todo
cuando mi anfitrión señaló el Rin, sentí, efectivamente, que se ponía “en
marcha un mecanismo interno”. No podría expresarlo mejor que Bowles —eso estoy
tratando de hacer al escribir todo esto—, pero suscribo por ahora que “yo siempre
había basado parte de mi conciencia de estar en el mundo en la convicción no
razonada de que determinadas zonas de la superficie terrestre contenían más
magia que otras”. No estoy tan seguro de lo que sigue,
de que esa magia se debiera a o se definiera como “una conexión secreta entre
el mundo de la naturaleza y la conciencia humana”. Desconfío de la naturaleza,
si es que existe. (En esto, para seguir con la manía citante, estoy de acuerdo
con otro buen escritor, José Pablo Feinmann, a quien no le gustan mucho los
“paisajes”, a excepción de aquellos que revelen las marcas de la historia, es
decir, de la terrible y a la vez admirable mano del hombre.)
Pero, sin dudas, a mí también “una dicha asombrosa me
embargó”, y “me dejé arrastrar por aquel gozo sin hacer preguntas”.
En
ese momento, porque ahora me las hago, y cómo.
¿Serán
—como dirían los psicólogos— ganas de huir de lo cotidiano, de estar “en otra
parte”, de no ser yo, el mismo, en la misma piel? No quiero ponerme solemne...
Me pregunto por qué no viajé cuando era joven y no tenía compromisos. La falta
de dinero, con ser cierta, es sólo una excusa. Cobardía sería una respuesta más
cercana a la sinceridad, aunque no explique todo. Siempre me costó viajar solo
(aún hoy) y nunca tuve con quién. Esto también es cierto. Pero no impide que me
arrepienta miserablemente.
Sin
embargo, se trata de Alemania, no de cualquier otra parte.
Alemania...
Durante mucho tiempo, las connotaciones que para mí tenía ese país eran muy
claras, hasta banales: nazis, fábricas, frialdad. Dicho en colores: el negro de
los uniformes, el gris del cemento, quizás el blanco de la nieve... Pero esa
propia banalidad era una señal que debí entender mucho antes. Porque, al mismo
tiempo, Alemania es (para mí, profesor en Letras, y para cualquiera):
los más grandes músicos, los más grandes poetas, los más grandes filósofos. Mozart,
Bach, Goethe, Hoelderlin, Marx, Adorno.
Alemania. El Rin.
Y algo más todavía: los cuentos de hadas. Es decir, la
infancia; es decir, diversas iniciaciones. A la lectura, sobre todo. Y...
¿Rozará esto un núcleo significante de mi vida o es una
trampa —otra— del recuerdo? Casi sería demasiado novelesco (demasiado
romántico, coherentemente con el tema), pero no puedo dejar de consignarlo,
porque se me “reveló” recientemente y, de todas maneras, algo debe de
significar.
¿Mencioné los rituales? ¿No son algo que se conecta con
los cuentos de hadas, que los niños piden una y otra vez? ¿Refugio contra la
angustia, contra el terror nocturno (y a mi edad ya casi todo es nocturno)?
Demasiado fácil...
Como
yo ya no tengo respuestas, recurro a otra larga cita, esta vez de Víctor Hugo
(precisamente, de su libro El Rin): “Los ríos acarrean las ideas lo
mismo que las mercancías... de entre todos los ríos, me gusta el Rin... Hacía
tiempo que deseaba verlo. Nunca puedo evitar la emoción con que entro en
comunicación, casi diría en comunión, con las grandes cosas de la naturaleza
que son también grandes cosas de la historia... es un río noble, feudal,
republicano, imperial, digno de ser a la vez francés y alemán... El Rin lo
reúne todo.”
Lo
reúne y lo significa todo, al menos para mí, y por lo poco que sé. ¿Será muy
pretencioso afirmar que allí puede haber —para mí— un lugar en el mundo,
justamente en un mundo donde ya no hay lugares? ¿Un lugar en el mundo,
precisamente cuando el mundo está por desaparecer? “Toda esta orilla del Rin
nos quiere; casi se puede decir que nos espera...”, dice el gran poeta francés
(refiriéndose a los franceses, es verdad).
Pero
vuelvo a lo Mismo, porque ese lugar no puede ser otro que la infancia; y, por
supuesto, ésta sí la he perdido para siempre.
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