jueves, 10 de noviembre de 2011

Regreso al Rin


(fragmentos de un diario)




“Sentí una gran emoción; como si el ver la tierra que se aproximaba hubiera puesto en marcha algún mecanismo interno. Sin haber llegado nunca a formular la idea, yo siempre había basado parte de mi conciencia de estar en el mundo en la convicción no razonada de que determinadas zonas de la superficie terrestre contenían más magia que otras. Si me hubieran preguntado qué entendía por magia, seguramente habría definido el término diciendo que era una conexión secreta entre el mundo de la naturaleza y la conciencia humana, un pasaje oculto pero directo que elude la mente. (La palabra clave aquí es ‘directo’, porque en este caso equivalía a ‘visceral’.) Como cualquier romántico, había estado siempre vagamente convencido de que algún día llegaría a un lugar mágico que me revelaría sus secretos y me daría sabiduría y éxtasis..., quizá incluso la muerte. Y en aquel momento, mientras estaba allí con el viento de cara, contemplando las montañas, sentí agitarse el motor interno, como si estuviera acercándome a la solución de un problema aún no planteado. Una dicha asombrosa me embargó mientras contemplaba el muro de montañas que se iba materializando lentamente; pero me dejé arrastrar por aquel gozo sin hacer preguntas”
(Paul Bowles, Memorias de un nómada).


—O Reno —dijo mi anfitrión.
Tardé algunos segundos (no sé cuántos, ahora me parecen muchos) en comprender a qué se refería. Hablaba en portugués.
Sí, había dicho “O Reno”, señalando a su izquierda, sin dejar de manejar, por supuesto, y siempre mirando al frente, a la despejada, impecable ruta alemana. Creo, incluso, que lo repitió un par de veces. Entonces me di cuenta, algo en mi subconsciente tradujo con significativa morosidad: el Rin. Esa estrecha franja de agua amarronada (surcada en ese preciso momento por un extenso lanchón carbonero) era el río Rin. Fue la mejor manera de saberlo. Nadie me había avisado que íbamos a pasar por ahí; mucho menos, a vivir tan cerca.
Era el río Rin.
Creo que ahí, entonces, empezó todo. Una oleada de pasado... No, no enseguida. Pero ahí empezó. Han pasado años desde entonces. Nada grave: volví a ir dos, tres veces más; pero ha pasado mucho tiempo y sigo preguntándome qué sentí exactamente en ese momento, y a partir de entonces; qué sentí que produjo en mí esta pasión desvaída, esta obsesión por... tantas cosas. Veamos algunas.

De Frankfurt (después de todo, se supone que voy allí para la Feria del Libro) a Johannisberg, el pueblito donde paramos, hay unos sesenta kilómetros; la mayoría, por una ruta cuyo número tiene reminiscencias inoportunas: la 66. Muchos pueblitos se agolpan a uno y otro lado: a veces, por encima del nivel de la vista, sobre las colinas; otras por debajo, en profundas hondonadas. Dan ganas de recorrerlos uno por uno, sabiendo que serán iguales y diferentes a la vez. El sol se oculta casi al frente. A medida que nos acercamos al Rheingau, se van iluminando los interminables viñedos, que cubren las laderas cortadas en las colinas como un patchwork de mil tonos verdes.
Cuando los pueblos están más cerca de la ruta (a la derecha, porque a la izquierda continúa el Padre Rin), se advierten sus fachadas medievales, sus “entramados de madera”, sus tejas superpuestas. Callejuelas irregulares y angostas. Alguna iglesia, alguna mansión que suele llamarse castillo, alguna pensión u hotel que aprovecha el prestigio turístico de la zona. No pretendo ser el único fanático, el único rendido a la fascinación (kitsch, ¿por qué no?) de un romanticismo de tarjeta postal. Bienvenido sea. Bienvenidos sean todos los que quieran compartir esta extraña euforia, esta inexplicable nostalgia, que estoy tratando de describir, ya que no puedo explicar.
Ese primer día, por la tarde, nuestro anfitrión nos cargó en su auto y, sin dar mayores explicaciones, nos llevó a recorrer la orilla del Rin, hacia Rüdesheim. Primero pasamos por el Niedenwald Denkmal, el monumento a la guerra franco-prusiana. No es muy agradable la conmemoración, probablemente, pero lo valioso es que está situado en una colina boscosa, muy verde, desde la cual se domina el río y parte del valle. Uno podría quedarse horas allí, absorbiendo detalles, tratando de traspasar la niebla a pura “voluntad visual”, por así llamarla. Hay tiendas de souvenirs, por supuesto, y una vieja máquina que convierte monedas en medallas. (Algo así como convertir una guerra en un monumento; como recordar la sangre inútilmente derramada mediante una vista inigualable.)
Después seguimos por las orillas del Rin. Nuestro anfitrión iba señalando, como a desgano, sin darse cuenta de la importancia de lo que decía: “Un castelo.... otro castelo...” Yo sacaba fotos espasmódicamente, en cantidades japonesas. Algunos castillos están en ruinas, otros están restaurados. Uno, en medio del río, se usa como salón de fiestas; otro ha sido comprado, precisamente, por ricos asiáticos. Vieja costumbre: los que tienen bandera izada, es porque el dueño está en ellos. El día estaba nublado, y caía de vez en cuando una llovizna molesta, casi una mera condensación de la humedad ambiente, propia de esa zona de viñedos, un microclima. De pronto, se me trabó la máquina de fotos, una vieja Yashica que mi padre me había prestado a regañadientes. No es éste el único detalle psicoanalíticamente obvio de todo el asunto... La cuestión es que, por supuesto, tuve que dejar de sacar fotos; peor aún: cuando volví a la casa de nuestro anfitrión, intenté sacar el rollo, con el esperable resultado de que lo velé. Así que no pude rescatar ninguna foto de esos castillos: otra prueba, por si hiciera falta, del poder de la culpa.
Johannisberg no es muy medieval que digamos, pero igual me parece de cuento de hadas. Unas pocas manzanas de casas “viejas” (en realidad, es el estilo alemán de construcción; la mayoría ni siquiera tiene el famoso entramado de madera, pero son amplias, sólidas, austeras, un poco monótonas; los techos de pizarra —parecen escamas de pescados— sí son característicos), rodeadas por colinas, viñedos y algún que otro castillito.
Las calles son empinadas; a veces, una caída muy abrupta deja ver un horizonte de viñedos, entre dos casas. Una subida, también bastante pronunciada pero en sentido inverso, lleva a una vista increíble de los alrededores; sobre todo, de un convento que parece un castillo y que, según la densidad del aire, a veces parece estar muy cerca y otras muy lejos: una columna de humo que sale de la chimenea rompe la ilusión de inmovilidad y, casi diría, de intemporalidad. Murallas de piedras (que sí parecen muy viejas) contienen a las hileras de vides; creo que tienen alguna función respecto de la humedad o la solidez del suelo. Las uvas son pequeñas y amargas, parece mentira que produzcan el riesling más famoso del mundo. Debo confesar con cierta vergüenza que prefiero el también famoso lieberfraumilch, dulcísimo y suave, que los expertos desprecian calificándolo como una especie de “limonada”.
El llamado castillo de Johannisberg (Johannisberg Schloss) es en realidad una señorial mansión, no demasiado antigua, flanqueada por una capilla preciosa, ella sí antigua, de estilo románico y gran austeridad, como para compensar (estrategia típicamente burguesa de negociación con Dios). Este lugar pertenece, o pertenecía, a la familia Metternich, la del célebre canciller prusiano, factótum de la Santa Alianza antinapoleónica. Según me cuenta nuestro anfitrión, el Schloss ya fue vendido a un multimillonario, pero la última baronesa Metternich aún habita un ala del castillo, privilegio que cesará con su muerte, quizás próxima. Mientras tanto, la anciana señora conduce un lujoso BMW por las hermosas colinas plenas de viñedos, y escribe versos que publica en lujosas ediciones “de autor”.
Como ya dije, el riesling de la zona es famoso; el de Johannisberg, particularmente. Sólo en el pueblito debe de haber unas veinte bodegas; nada espectaculares, la mayoría de ellas: son empresas de familia, con cantidades variables de terreno y pequeños galpones. Generalmente, nos toca el tiempo de la vendimia, mediados de octubre. Tractores y camiones de carga atraviesas las callejuelas del pueblo y se meten en esos galpones oscuros, a verter sus aromáticos líquidos. No tan aromático (o sí, pero en sentido apestoso) es el residuo que se deja en las banquinas, en pequeñas montañas que se destinan para futuro abono. En el patio del castillo, vimos cómo un tractor dejaba su carga en su depósito (éste sí era grande). Un experto se detuvo a sacar —seguramente para evaluar su calidad— un poco de líquido de la manga que salía del tractor y se internaba en las profundidades de la bodega. Sorprendentemente para un lego, el “vino” en esa etapa de su procesamiento es un líquido espeso, de fuerte aroma a uva y alcohol, muy sucio. Una elegante tienda, situada cerca de la bodega y siempre dando al patio, muestra los increíbles resultados de una transformación que parece mágica, y así de alguna manera ha sido juzgada a través de los siglos. Se dice que fueron los romanos quienes plantaron las primeras vides en esta zona privilegiada por su humedad y su sol esquivo pero hermoso (quizás precisamente por esquivo).
Alguna gente vendimia a mano, sobre todo, claro, en los pequeños campos; otra, mediante unas máquinas muy graciosas y eficaces, especies de tractores con dos altas “patas”, entre las cuales quedan aprisionados los racimos. Atrás tienen acoplado un recipiente en que se va depositando el material; éste es el recipiente que, acoplado a su turno a los tractores, o pequeños camioncitos, desemboca en las oscuras bodegas.

Mi rutina: me despierto cuando aún es de noche, alrededor de las seis. Me ducho, me visto para ir a la Feria, tomo apresuradamente unos sorbos de café y salgo para ver el amanecer en Johannisberg. Amanece prácticamente del lado del Rin. El sol va apartando con bastante rapidez la niebla habitual que pende sobre las colinas y los viñedos. Desde un lugar apenas elevado, es posible ver el río. Lo gris de la hora se va tiñendo con los colores debidos: un verde cada vez más verde en la vegetación, un celeste cada vez más celeste en el cielo, si hay suerte. La hondonada donde corre el Rin mantiene durante un poco más de tiempo el gris de la niebla, que se irá despejando luego, a medida que lo atravesemos con el coche. Los primeros rayos de ese sol horizontal ya reverberan, hasta lastimar los ojos, en las ventanas de los dos castillos que bordean el pueblo.
No hay mucho movimiento en esas tempranas horas; se nota que la panadería está abierta (nuestro anfitrión sale muy tempranito a buscar el pan fresco: unas hogazas redondas y altas, crujientes, ideales para untar con manteca...). Algunos autos abandonan el pueblo por el camino que va hacia la orilla del río, el que tiene el gigantesco tonel a su vera. Gente de a pie, muy poca. ¿No se vendimia temprano? Parece que no es necesario.
Vagabundeo media hora, no más, a un ritmo acelerado, como si quisiera absorber todo el espectáculo que pueda. No sé si mañana se repetirá, porque puede amanecer nublado y seguir así. Y llover. O suceder cualquier otra cosa que me lo impida (y me obligue a esperar otro año para repetir estos rituales obsesivos). Pero lo hice varias veces, y todas parecen una sola, aunque siempre hay nuevos detalles que se van “sumando”.
El sol se eleva finalmente sobre algunas casas particularmente bellas (quizás su luz las hace ver así). Saco algunas fotos, si veo la ocasión. Pero esto ocurre, es decir, puedo presenciarlo, los días en que no vamos a la Feria y puedo caminar hasta más tarde. Luego, vuelvo a terminar el desayuno con mis acompañantes, que se han demorado un rato más en la cama, y preparar los últimos detalles de la partida.
Me despido del pueblo rumbo a Frankfurt, la Gran Ciudad, sabiendo que a la vuelta ya será de noche y nada se verá igual.

Bowles (el autor de The Sheltering Sky), en la cita con que encabecé este deshilvanado texto, se refiere a la impresión que lo asaltó cuando, en la década del treinta, llegó por primera vez a la costa africana. Pero lo que dice parece bastante aplicable a mi caso, más allá de mi manía (si digo “benjaminiana”, ¿se me perdona?) de identificarme con todas las frases buenas de los buenos autores.
Cuando llegué por vez primera a Alemania, y sobre todo cuando mi anfitrión señaló el Rin, sentí, efectivamente, que se ponía “en marcha un mecanismo interno”. No podría expresarlo mejor que Bowles —eso estoy tratando de hacer al escribir todo esto—, pero suscribo por ahora que “yo siempre había basado parte de mi conciencia de estar en el mundo en la convicción no razonada de que determinadas zonas de la superficie terrestre contenían más magia que otras”. No estoy tan seguro de lo que sigue, de que esa magia se debiera a o se definiera como “una conexión secreta entre el mundo de la naturaleza y la conciencia humana”. Desconfío de la naturaleza, si es que existe. (En esto, para seguir con la manía citante, estoy de acuerdo con otro buen escritor, José Pablo Feinmann, a quien no le gustan mucho los “paisajes”, a excepción de aquellos que revelen las marcas de la historia, es decir, de la terrible y a la vez admirable mano del hombre.)
Pero, sin dudas, a mí también “una dicha asombrosa me embargó”, y “me dejé arrastrar por aquel gozo sin hacer preguntas”.
En ese momento, porque ahora me las hago, y cómo.
¿Serán —como dirían los psicólogos— ganas de huir de lo cotidiano, de estar “en otra parte”, de no ser yo, el mismo, en la misma piel? No quiero ponerme solemne... Me pregunto por qué no viajé cuando era joven y no tenía compromisos. La falta de dinero, con ser cierta, es sólo una excusa. Cobardía sería una respuesta más cercana a la sinceridad, aunque no explique todo. Siempre me costó viajar solo (aún hoy) y nunca tuve con quién. Esto también es cierto. Pero no impide que me arrepienta miserablemente.

Sin embargo, se trata de Alemania, no de cualquier otra parte.
Alemania... Durante mucho tiempo, las connotaciones que para mí tenía ese país eran muy claras, hasta banales: nazis, fábricas, frialdad. Dicho en colores: el negro de los uniformes, el gris del cemento, quizás el blanco de la nieve... Pero esa propia banalidad era una señal que debí entender mucho antes. Porque, al mismo tiempo, Alemania es (para mí, profesor en Letras, y para cualquiera): los más grandes músicos, los más grandes poetas, los más grandes filósofos. Mozart, Bach, Goethe, Hoelderlin, Marx, Adorno.
Alemania. El Rin.
Y algo más todavía: los cuentos de hadas. Es decir, la infancia; es decir, diversas iniciaciones. A la lectura, sobre todo. Y...
¿Rozará esto un núcleo significante de mi vida o es una trampa —otra— del recuerdo? Casi sería demasiado novelesco (demasiado romántico, coherentemente con el tema), pero no puedo dejar de consignarlo, porque se me “reveló” recientemente y, de todas maneras, algo debe de significar.
¿Mencioné los rituales? ¿No son algo que se conecta con los cuentos de hadas, que los niños piden una y otra vez? ¿Refugio contra la angustia, contra el terror nocturno (y a mi edad ya casi todo es nocturno)? Demasiado fácil...
Como yo ya no tengo respuestas, recurro a otra larga cita, esta vez de Víctor Hugo (precisamente, de su libro El Rin): “Los ríos acarrean las ideas lo mismo que las mercancías... de entre todos los ríos, me gusta el Rin... Hacía tiempo que deseaba verlo. Nunca puedo evitar la emoción con que entro en comunicación, casi diría en comunión, con las grandes cosas de la naturaleza que son también grandes cosas de la historia... es un río noble, feudal, republicano, imperial, digno de ser a la vez francés y alemán... El Rin lo reúne todo.”
Lo reúne y lo significa todo, al menos para mí, y por lo poco que sé. ¿Será muy pretencioso afirmar que allí puede haber —para mí— un lugar en el mundo, justamente en un mundo donde ya no hay lugares? ¿Un lugar en el mundo, precisamente cuando el mundo está por desaparecer? “Toda esta orilla del Rin nos quiere; casi se puede decir que nos espera...”, dice el gran poeta francés (refiriéndose a los franceses, es verdad).
Pero vuelvo a lo Mismo, porque ese lugar no puede ser otro que la infancia; y, por supuesto, ésta sí la he perdido para siempre.


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