Crónica de una lectura
- Víctor Hugo, El Rin, trad. de
Roberto Mansberger, Barcelona, Laertes, 1995.
Siento una euforia extraña a medida que avanzo. La traducción no parece
impecable —o soy demasiado desconfiado—, pero se disfruta igual. No es sólo un
libro de viajes: combina historia y política, sin duda a la manera romántica,
como corresponde a su autor.
Curiosamente, Hugo condensa tres viajes que hizo al Rin, en tres años
sucesivos, igual que yo (por ahora).
A veces quisiera leerlo instantáneamente, por ósmosis o como si engullera
una gragea, y conocerlo todo de golpe; otras, que no se termine nunca. Ni una
ni otra cosa van a pasar, obviamente, y está bien que eso suceda, es el destino
de los libros, y del placer que dan: infinito y a la vez limitado; satisfacen y
a la vez dejan sedientos; nada impide volver a experimentarlos, pero nunca es
como la primera vez.
¿Igual que un viaje?
Prácticamente terminé de leerlo; me queda pendiente la extensa leyenda
que está promediando el libro.
No me decepcionó, aunque siempre espero más, insaciable.
Tiene capítulos dedicados a Frankfurt (Francfort,
dice, correctamente castellanizado; bueno, casi, falta el acento en la a),
Colonia, Mainz (Maguncia), Heidelberg (ésta no se adapta).
¡¡Menciona un par de veces las colinas de Johannisberg, y el mismo
pueblo!! La cita exacta, que según Hugo la extrae de una guía tudesca de las
orillas del Rin, es: “Detrás de la montaña de Johannisberg se encuentra el
pueblo del mismo nombre con cerca de setecientas almas que recolectan un vino
excelente” (pág. 115).
Vi este libro por primera vez en una Feria del Libro de Buenos Aires, no
sé en qué stand, pero por esas tonterías del destino —o por vulgar tacañería—
pasé de largo, no quise comprarlo. Obviamente, jamás volví a verlo. Lo busqué
en Internet, en la impresionante colección de textos digitales franceses Athena
(más exactamente, en Gallica), pero aún no lo han puesto ahí, aunque figura
como “próximamente”.
Finalmente, lo compré por Internet en la librería Santa Fe.
Vale la pena todo este prolegómeno, como vale la pena el libro. Ya
algunas cosas fui volcando a medida que lo leía, en mis “Diarios de viaje”, el
nuevo género que estoy intentando, el único que me faltaba, creo.
Es un libro delicioso.
Hugo hizo tres viajes, pero como que los resume en uno. Sale de París,
atraviesa la parte de Francia que da a Alemania y llega por fin al Rin. Nunca
va a dejar de recordar que esa orilla debía ser francesa, la “cuestión renana”
estaba de moda y el río mismo lo estaba. Claro, pleno romanticismo, tanto para
alemanes como para franceses se había convertido en un lugar común, pero para
éstos estaba más alejado.
No tengo por qué aclarar que la lectura de este libro fue muy especial
para mí. Encima, habla de Rüdesheim y hasta de Johannisberg. No puedo
resistirme a consignar acá también la frase en que lo hace. Menciona un par de
veces las colinas de Johannisberg, y el mismo pueblo. La cita exacta, que según
Hugo la extrae de una guía tudesca de las orillas del Rin, es: “Detrás de la
montaña de Johannisberg se encuentra el pueblo del mismo nombre con cerca de
setecientas almas que recolectan un vino excelente” (pág. 115). El subrayado es
del autor y no puedo expresar las resonancias que tiene en mí. Cualquier
palabra sería escasa, y por algo estoy escribiendo esos diarios.
Por lo demás, aunque yo no sea muy objetivo, El Rin se lee como una novela. Hugo es un gran escritor y se nota
—lo hace notar— a cada paso: en los minirrelatos que va enhebrando, así como en
la gran leyenda, más “literaria” de Porcupín que introduce en medio del libro.
Interesante rastrear un par de lugares comunes, quizás muy románticos, o de la
imagen que uno se hace de lo romántico: el hombre contra la naturaleza, el
progreso contra la historia, etc.