(fragmentos de un diario)
La primera vez que pisé Alemania, el enorme aeropuerto de Frankfurt, comprobé un lugar común. Yo sabía que cada casa tiene su propio olor, y soy muy sensible a esas cosas (el olfato, mi sentido más eficaz, me ayuda). Pero jamás había salido de Argentina, así que hasta entonces nunca había podido experimentar que algo parecido se cumple, en realidad con creces, en cada país.
Pero el olor que sentí en el aeropuerto, al principio, no me gustó: muy fuerte, grasa de repostería, frituras dulces, empalagosas. Ese mismo olor lo percibiría continuadamente en la ciudad, y en los otros rincones del país, pocos, que pude visitar hasta ahora. Por eso mismo ya es inseparable, en mi recuerdo, de Alemania toda (sería un verdadero desafío tratar de distinguir los olores de cada ciudad, de cada pueblo); y, aunque siga sin gustarme mucho la intensa repostería alemana, he cambiado de opinión y no puedo vivir sin ese perfume.
Otro lugar común, en este caso meramente discursivo, es decir que el Frankfurt Flughafen es “una ciudad”. Sí, claro, he leído Los “no lugares”, del antropólogo francés Marc Augé. Y el aeropuerto es un ejemplo arquetípico de esos engendros modernos (o posmodernos), que no están hechos para estar sino para partir. Recuerdo una extraordinaria novela de Juan Martini, El fantasma imperfecto, que transcurre íntegramente en un aeropuerto innominado y se convierte en una especie de aplicación práctica, narrativa, claro que ficcional, del libro de Augé.
Sin embargo... El aeropuerto de Frankfurt es una ciudad, sí. Y a mí, por lo menos a mí, me dan ganas de quedarme allí, de olvidarme del exterior, del pasado (¡tan parecidos!), y deambular indefinidamente, casi hasta perderme, por sus interminables pasillos, veredas móviles, niveles, restaurantes, librerías, tiendas.
Una vez, con dos acompañantes, esperando melancólicamente nuestro avión de regreso a Buenos Aires, vimos a una joven “asiática” salir de un sex shop. Su expresión, proverbialmente, no indicaba nada; parecía muy joven, pero tal vez no lo era. ¿Trabajaría allí?, era inevitable preguntarse. ¿Entró a sacar fotos? ¿Por error? No sé por qué nos parecía tan extraño que una joven “asiática” fuera usuaria de un lugar como ése, que después de todo está para eso, para usar. Me hubiera gustado entrar a ver lo que ella vio, a hacer lo que ella hizo.
En otra oportunidad, también éramos tres y también esperábamos para volver a Buenos Aires. Ya habíamos ido al free shop, cada uno con su lista de regalos y encargos (conjuro, siempre insuficiente, de la culpa), y aún queríamos desprendernos de los últimos, depreciados marcos. Juntamos entre todos casi un kilo de monedas y fuimos a una fiambrería. Compramos varios paquetes de salchichas, hasta que los recuerdos monetarios se transformaron en recuerdos comestibles.
Llegar no es lo mismo que partir, qué novedad. Pero ¿y si digo que el aeropuerto al que llego no es igual que aquel del que parto? Pareceré loco, o pretenciosamente rebuscado, y lo acepto. Con todo, debo insistir. En el fondo, es otra obviedad, derivada de la primera: uno llega con todas las ilusiones, con todas las ganas de ver cosas nuevas, o las mismas, renovadas de secreta manera; y uno parte con algunas ilusiones cumplidas, otras no, y las ganas siempre misteriosamente intactas. Una melancolía que se refugia en el cansancio para no desesperar.
Uno llega al aeropuerto y éste es un lugar de paso, estrictamente; cuanto antes se deje, rumbo a la ciudad, mejor. Los trámites no siempre son sencillos (si alguien nos fue a buscar, puede demorarse; encargar un auto de alquiler por fax o e-mail es muy cómodo, pero no siempre eficaz; etc.); sin embargo, todo parece ir sobre ruedas: tarde o temprano (pero parece temprano), uno está fuera de un aeropuerto que apenas conoció.
Uno se va, tiene que irse, no hay más remedio; pero debe arribar al aeropuerto dos horas antes, o más, si es ansioso y se apresura, previendo congestiones de tránsito u otros obstáculos. Entonces sí conoce el lugar, el “no lugar”: después de hacer los primeros trámites, sobre todo despachar el equipaje, quedan largos instantes para deambular por los interminables pasillos y salones. ¿Estos últimos minutos son una despedida piadosa, o sería mejor apurarlos también y partir de una buena vez? Racionalmente, me inclino por lo segundo; pero, ahora que lo pienso, cómo evitar el intento de disfrutar hasta el último segundo, incluso lo indisfrutable. Partir no es morir, partir es agonizar unos momentos infinitos, sin saber si lo mejor es quedarse o irse al fin, para empezar de nuevo, donde sea.
La primera vez que pisé Alemania, el enorme aeropuerto de Frankfurt, comprobé un lugar común. Yo sabía que cada casa tiene su propio olor, y soy muy sensible a esas cosas (el olfato, mi sentido más eficaz, me ayuda). Pero jamás había salido de Argentina, así que hasta entonces nunca había podido experimentar que algo parecido se cumple, en realidad con creces, en cada país.
Pero el olor que sentí en el aeropuerto, al principio, no me gustó: muy fuerte, grasa de repostería, frituras dulces, empalagosas. Ese mismo olor lo percibiría continuadamente en la ciudad, y en los otros rincones del país, pocos, que pude visitar hasta ahora. Por eso mismo ya es inseparable, en mi recuerdo, de Alemania toda (sería un verdadero desafío tratar de distinguir los olores de cada ciudad, de cada pueblo); y, aunque siga sin gustarme mucho la intensa repostería alemana, he cambiado de opinión y no puedo vivir sin ese perfume.
Otro lugar común, en este caso meramente discursivo, es decir que el Frankfurt Flughafen es “una ciudad”. Sí, claro, he leído Los “no lugares”, del antropólogo francés Marc Augé. Y el aeropuerto es un ejemplo arquetípico de esos engendros modernos (o posmodernos), que no están hechos para estar sino para partir. Recuerdo una extraordinaria novela de Juan Martini, El fantasma imperfecto, que transcurre íntegramente en un aeropuerto innominado y se convierte en una especie de aplicación práctica, narrativa, claro que ficcional, del libro de Augé.
Sin embargo... El aeropuerto de Frankfurt es una ciudad, sí. Y a mí, por lo menos a mí, me dan ganas de quedarme allí, de olvidarme del exterior, del pasado (¡tan parecidos!), y deambular indefinidamente, casi hasta perderme, por sus interminables pasillos, veredas móviles, niveles, restaurantes, librerías, tiendas.
Una vez, con dos acompañantes, esperando melancólicamente nuestro avión de regreso a Buenos Aires, vimos a una joven “asiática” salir de un sex shop. Su expresión, proverbialmente, no indicaba nada; parecía muy joven, pero tal vez no lo era. ¿Trabajaría allí?, era inevitable preguntarse. ¿Entró a sacar fotos? ¿Por error? No sé por qué nos parecía tan extraño que una joven “asiática” fuera usuaria de un lugar como ése, que después de todo está para eso, para usar. Me hubiera gustado entrar a ver lo que ella vio, a hacer lo que ella hizo.
En otra oportunidad, también éramos tres y también esperábamos para volver a Buenos Aires. Ya habíamos ido al free shop, cada uno con su lista de regalos y encargos (conjuro, siempre insuficiente, de la culpa), y aún queríamos desprendernos de los últimos, depreciados marcos. Juntamos entre todos casi un kilo de monedas y fuimos a una fiambrería. Compramos varios paquetes de salchichas, hasta que los recuerdos monetarios se transformaron en recuerdos comestibles.
Llegar no es lo mismo que partir, qué novedad. Pero ¿y si digo que el aeropuerto al que llego no es igual que aquel del que parto? Pareceré loco, o pretenciosamente rebuscado, y lo acepto. Con todo, debo insistir. En el fondo, es otra obviedad, derivada de la primera: uno llega con todas las ilusiones, con todas las ganas de ver cosas nuevas, o las mismas, renovadas de secreta manera; y uno parte con algunas ilusiones cumplidas, otras no, y las ganas siempre misteriosamente intactas. Una melancolía que se refugia en el cansancio para no desesperar.
Uno llega al aeropuerto y éste es un lugar de paso, estrictamente; cuanto antes se deje, rumbo a la ciudad, mejor. Los trámites no siempre son sencillos (si alguien nos fue a buscar, puede demorarse; encargar un auto de alquiler por fax o e-mail es muy cómodo, pero no siempre eficaz; etc.); sin embargo, todo parece ir sobre ruedas: tarde o temprano (pero parece temprano), uno está fuera de un aeropuerto que apenas conoció.
Uno se va, tiene que irse, no hay más remedio; pero debe arribar al aeropuerto dos horas antes, o más, si es ansioso y se apresura, previendo congestiones de tránsito u otros obstáculos. Entonces sí conoce el lugar, el “no lugar”: después de hacer los primeros trámites, sobre todo despachar el equipaje, quedan largos instantes para deambular por los interminables pasillos y salones. ¿Estos últimos minutos son una despedida piadosa, o sería mejor apurarlos también y partir de una buena vez? Racionalmente, me inclino por lo segundo; pero, ahora que lo pienso, cómo evitar el intento de disfrutar hasta el último segundo, incluso lo indisfrutable. Partir no es morir, partir es agonizar unos momentos infinitos, sin saber si lo mejor es quedarse o irse al fin, para empezar de nuevo, donde sea.
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